La obligatoriedad de quedarnos en nuestras casas -dictada por los gobiernos en relación a la pandemia del COVID-19- y en algunos casos, el miedo a salir a la calle, han generado que, en los últimos tiempos, el espacio doméstico se haya puesto en valor y se haya transformado en el escenario de las acciones/reacciones más evidentes y características del ser humano en el contexto de un sistema capitalista y machista.
Por un lado, como consecuencia directa, las problemáticas de orden social se han agudizado -tales como la violencia de género, la falta y/o mala comunicación entre pares, las relaciones de abuso de poder, el maltrato verbal, la sensación de impotencia confrontando a nuestras angustias, miedos y ansiedades, etcétera-. Por otro lado, hemos comenzado a desarrollar la capacidad de encontrarnos con nosotros mismos y con los demás, en una obligatoria y amplia auto-observación que potencia la conciencia, la creatividad, y la práctica de actividades de ocio. El confinamiento obligatorio nos ha empujado hacía la ejercitación de manualidades, los arreglos de la vivienda, la práctica de conversaciones amenas y enriquecedoras con los otros, el contacto cercano y empático con los niños y adolescentes, y las tantas actividades que, por puro aburrimiento, brotan del imaginario de cada uno.
Con todo este panorama social y político, queda en evidencia que la arquitectura doméstica no está preparada para articularse a un ser humano o a una familia con múltiples actividades y en constante cambio y tránsito de acciones, sentimientos y pensamientos. Si bien este es un problema de la arquitectura en general, en estos tiempos, las carencias de la arquitectura doméstica para dar respuesta a las necesidades del ser humano han quedado expuestas.
Como tal, con la nueva realidad impuesta por el COVID-19 debemos ser conscientes de la importancia del espacio de la vivienda en sus múltiples tipologías, desde la vivienda unifamiliar a las viviendas compartidas, tanto en el escenario rural como en el escenario urbano.
En tiempos donde algunos especulan con una distopía catastrófica y otros con una lírica y a la vez optimista visión de cambio del ser humano, una cosa es cierta: esta puede ser una oportunidad iluminada para superar las relaciones destructivas que creamos con nosotros mismos y con todas las demás especies. Podemos revertir nuestro pensar/accionar antropocéntrico y participar de un mundo interconectado con la naturaleza que muestre un respeto apropiado hacia otras formas vivientes.
¿Y porque es urgente e imperativo pensar el espacio de la vivienda, el espacio doméstico? Porque visiblemente, la arquitectura doméstica ya no es el centro del pensamiento y de la necesidad materializada del ser humano. Lamentablemente, terminó de serlo desde hace más de un siglo. La arquitectura doméstica dejó de tener en cuenta temas tan importantes como la intimidad de cada miembro familiar; dejó de pensar y sentir el espacio como momento de encuentro y de actividades ociosas, pero también de trabajo; dejó de pensar y sentir el espacio de la muerte y del duelo; dejó de pensar y sentir el espacio de los ritos religiosos y/o espirituales; dejó de pensar y sentir el espacio para la sanación.
La arquitectura doméstica necesita herramientas accesibles a poca gente, porqué son condenadas por la arquitectura oficial. El espacio de la vivienda debe ser un volumen nutritivo a nuestra psicología. Es lo más ajeno a los espacios estériles y estrechos de los pasillos, a los techos bajos planos y opresivos, a las ventanas colocadas en una geometría gratuita que ignora el camino del sol. El “estilo universal” no se adapta a la vida humana. No se trata de uno o dos errores en el diseño, sino que todo está equivocado: la circulación entre los cuartos, la conexión entre espacios, las superficies sádicas según la moda minimalista de la academia, las cocinas que no permiten la movilidad del cuerpo para preparar la comida, etcétera. Todos los factores de la percepción humana y los movimientos del cuerpo han sido substituidos por ideas deshumanizadas de formalismo estético y de una imagen de la utopía opresiva y sectaria. Lo peor es que, después de décadas de experimentos fallidos, la profesión insiste obstinadamente en continuar con estos mismos experimentos contra la naturaleza humana. Los que sufren en su mayoría son los niños, víctimas de una ideología del diseño mentalmente insalubre, fruto de arquitectos que desdeñan prestar atención al cerebro en desarrollo del niño.
Esto se debió a que los últimos grandes movimientos arquitectónicos del siglo XX fueron conducidos por una mentalidad mecanicista e industrializada, donde las casas se constituyeron como “máquinas de habitar”. Esas maquinas fueron diseñadas no para seres humanos, sino por otras maquinas para un cuerpo sin alma y sin autonomía de pensar y sentir. Modelos globales de vivienda distanciaron al ser humano de sus propios espacios de protección, así como de todas las otras especies del mundo, aislando a las personas en cubos de hormigón.
La frialdad de la vivienda contemporánea transciende su espacio interior para espacios de la calle adonde es imposible encontrar una sombra que nos permita llorar en intimidad o una penumbra para enamorarse entre caricias. Pasaron a ser espacios de control social vigilados por el poder oficial.
Actualmente, la arquitectura doméstica es víctima de un macro negocio inmobiliario que hace viviendas todas iguales para cualquier ser humano sin importar el lugar y el clima. Adoptar la vivienda de estándares mínimos que provienen de la Alemania de los años 20 (en un contexto de pós-guerra) reduce los espacios a una cárcel — aunque aumenta en maniera increíble el beneficio del constructor. Esta acción actual está directamente vinculada a una lógica mercantilista de la vivienda, donde la especulación inmobiliaria, en manos de una minoría, impone códigos de habitar/rentabilidad económica sin importar la individualidad del ser humano. Como tal, la vivienda dejó de estar asociada a la necesidad y derecho fundamental de las personas de obtener protección y desarrollar las acciones de la familia bajo un contenedor de bien-estar, para pasar a ser un objeto de economía con un fuerte impacto ambiental. La vivienda dejó de tener pertenencia emocional para cada familia y miembro familiar, para actuar como contenedor de acciones obligatorias como cocinar, comer, dormir, defecar/urinar.
Todo este proceso condujo a que, hoy en día, la construcción de viviendas se lleve a cabo a gran escala y con un impacto ambiental desmedido, sin involucrar al ser humano como ente axial del espacio producido. Muchas de las viviendas construidas no son habitadas y cuando lo son, sirven como incubadoras de enfermedades.
La arquitectura doméstica debe volver a ser el resultado y la protagonista de prácticas de auto-construcción asesorada, usando materiales locales y adaptada al clima y al lugar. Esto es de extrema importancia para asegurar un cambio en los modos de sentir, pensar y hacer del ser humano. El espacio doméstico tiene que ser la prolongación de nuestro cuerpo biológico y asegurar una vida en bien-estar. La vivienda es nuestro caparazón, nuestra “segunda piel”, pero también nuestra alma y conexión con la ancestralidad del ser humano.
Partiendo del principio de que los espacios generados por determinadas formas condicionan los sistemas conductuales y connotativos del ser humano, podemos formular la pregunta: ¿Habrá espacios para el “cobijo” del ser humano que sean más acordes a su biología? Y si esto es afirmativo, ¿Cómo es posible establecer parámetros de análisis, científicos y/o intuitivos para saber el grado de impacto de determinadas formas y espacios en el ser humano?
Lo que la arquitectura del régimen y las escuelas dominantes no saben, es que las respuestas a estas preguntas están en nuestras manos, a pesar del carácter subjetivo del planteamiento — y más que nada por la cantidad de variables que existen si tenemos en cuenta el contexto social y cultural de cada persona y familia —. Pero tampoco las respuestas transcurren en un carácter particular, sino que intentan trazar rasgos generales que estén más allá de cada persona, familia o cultura. Formas y espacios que son arquetipos de la humanidad y funcionan como un imaginario colectivo y universal pueden ser planteados, buscando luego, acercarse a lo local, natural y especifico que aporta “pertenencia emocional”.
Las herramientas que podemos aplicar inmediatamente, al menos cuando la pandemia nos permita, son la “biofilía”, lo patrones de Christopher Alexander, la neuro-arquitectura, los principios de la Arquitectura Biológica (entorno, forma, materia y ser humano) y las reglas de la estructura compleja coherente. Cada una de estas disciplinas del diseño relacionadas entre sí tiene textos y ejemplos construidos, y es una gran vergüenza que se siga ignorándolas.
El espacio es, ante todo, una idea. Son pensamientos, sentimientos y emociones. Emociones que afectan nuestro sistema neuronal, nuestro cuerpo y nuestra alma. Los espacios son creados e idealizados en base a un imaginario que proviene de los tiempos en que empezamos a habitar los árboles y las cavernas. O vayamos más lejos e intentemos rememorar nuestro primer hogar, ese orgánico útero materno, adonde todos nos cobijamos. Si bien podría ser un tema del psicoanálisis o de la antropología, este texto pone de manifiesto las actuales inquietudes que deben transcurrir en la investigación proyectual producida en el área del diseño arquitectónico de la vivienda.
Arriesgaríamos a decir que, para la mayoría de los seres humanos, en esta época del COVID-19, la vivienda no es un espacio de expansión y confort individual y familiar, sino más bien de encarcelamiento y obstaculización de nuestros pensamientos y emociones. La lástima es que no debe ni necesita ser así. Podemos habitar espacios domésticos nutritivos con los mismos gastos de recursos edilicios. Lo que muchas veces nos dicen los academicismos acerca de la funcionalidad y la eficiencia del espacio son puras mentiras para apoyar es sistema global extractivo y sus lazos con la corrupción política. Poner en evidencia las estructuras, relaciones y desarrollos del espacio doméstico es empezar a buscar la identidad de la arquitectura doméstica, con una participación primordial del ser humano.
Debemos pues encarar al ser humano y la familia no desde una perspectiva heterosexual, binaria, machista y centralizada, con una arquitectura basada en las decisiones del poder inmobiliario, sino que debemos tener en cuenta las miradas múltiples y enriquecedoras para que la vivienda sea el producto de un pensar y sentir contemporáneo, consciente e individual del ser humano, adaptado al lugar y al clima particular de cada región.
No hay que necesariamente inventar una nueva arquitectura, sino que más bien debemos enfocarnos y estudiar la domesticidad, formando nuevos proyectistas que tomen al ser humano como protagonistas del espacio. Hay que re-utilizar soluciones exitosas del pasado, ignorando los propagandistas que las condenaron para auto-promoverse. Hay que abrazar las herramientas hasta ahora excluidas en la margen del sistema, porque amenazaron la exclusividad de los líderes actuales de la arquitectura. Hay que escapar de la hegemonía cultural que redujo nuestros hogares a una experiencia deshumanizada.
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